Racismo y necropolítica colonial de Israel en Palestina: Notas sobre el vínculo entre imaginación y violencia.

Por : Gonzalo Díaz Letelier[1]

  1. Colonialismo clásico y colonialismo israelí.

Con la fianza político-militar y económica de Estados Unidos, la inanidad de las organizaciones internacionales occidentales bajo su comando y la complicidad u omisión de los gobiernos de los países árabes de la región, uno de los más fuertes y técnicamente armados ejércitos del mundo –el de Israel– ha estado bombardeando a un pueblo sin ejército –Palestina–, que es declarado “terrorista” por resistir a la ocupación militar de un Estado sionista de Israel que, más allá de su propio sueño político (teológico-político, estatal-nacional), opera a nivel geopolítico como la punta de lanza de la razón civilizatoria-gubernamental occidental en la región.[2] Hoy se desnuda nuevamente en Palestina, en toda su prepotencia necropolítica, un orden mundial imperialista y la materialidad irregular y defectuosa de los “derechos humanos” que implica su razón humanista, esto es, civilizatoria y racista.

            En una perspectiva geopolítica, la Europa colonialista operó históricamente su dominación sobre la base del imaginario jurídico del ius publicum europaeum (orden jurídico europeo en su aspecto internacional). El ius publicum europaeum se puso en juego así como una racionalización de la guerra colonial, es decir, de la excepcionalidad colonial. El postulado de la igualdad jurídica de los Estados en general implica, en particular, una igualdad jurídica de los Estados en la guerra, es decir, iguales derechos y deberes: derecho estatal de matar o acordar la paz, frente al deber estatal de “civilizar” las formas de matar y matar de acuerdo a objetivos racionales –es decir, “justificadamente”, de acuerdo a la razón “interior” a un Occidente que se autoafirma como tal en su sueño geopolítico. En íntima conexión con ello, pues, el postulado de distribución geopolítica implica un orden global que distingue entre Estados soberanos (Europa, con sus dominaciones internas consolidadas) y territorios colonizables (regiones del planeta abiertas a la apropiación colonial, regiones “fronterizas” habitadas por “salvajes”). Por lo tanto, en la práctica el ius publicum europaeum fundamenta la distinción entre guerra legítima y guerra colonial. La guerra legítima –de acuerdo a un derecho internacional europeo en sentido estricto– se da entre Estados “civilizados”, entendidos estos últimos como modelos de unidad política en cuanto obedecen a un principio de organización racional de la vida del “espíritu” y que, como tales, son encarnaciones de la “idea universal” y “signos de moralidad”. La guerra colonial, por otra parte –y de acuerdo a un derecho internacional europeo en sentido amplio–, se lleva adelante por los Estados civilizados en territorios dispuestos para la colonización, en virtud de la puesta en juego de un estado de excepción (ab legibus solutus) en función de la “civilización” –sometimiento o muerte. En consecuencia, en la colonia se practica el arte de un gobierno en ausencia de ley. Es allí donde la excepción devino norma moderna. Todo ello sobre el suelo de la negación racista de la igualdad entre conquistador (humano, civilizado) e indígena (animal, salvaje, alien): en rigor, matar al “indígena” en un régimen ab legibus solutus no es un “crimen”, pues éste último término tiene el carácter de “concepto jurídico”. El pensador camerunés Achille Mbembe, sobre el imaginario de la alteridad y el ejercicio de la excepcionalidad que performan el terror colonial, escribe:

El derecho soberano de matar no está sometido a ninguna regla en las colonias. El soberano puede matar en cualquier momento, de todas maneras. La guerra colonial no está sometida a reglas legales e institucionales, no es una actividad legalmente codificada. El terror colonial se entremezcla más bien incesantemente con un imaginario colonialista de tierras salvajes y de muerte, y con ficciones que crean la ilusión de lo real.[3]

            Sin embargo, la colonización sionista en Palestina muestra algunas peculiaridades respecto del colonialismo clásico de las potencias europeas –a pesar de que en él halla su matriz de sentido. En el colonialismo clásico, las potencias europeas desembarcaban en un territorio, tomaban la tierra y se apropiaban de sus recursos naturales mediante la captura y explotación de la mano de obra local, todo ello en beneficio de las metrópolis. La especificidad del colonialismo en Palestina es que los judíos (en la particular definición sionista de “pueblo judío”, como veremos, por ejemplo, en el discurso de David Ben Gurion) no tenían metrópoli, por lo que su colonización consistió en la inmigración y radicación masiva de judíos europeos en territorio palestino. Y si consideramos el contraste entre las tecnologías de dominación colonial puestas en juego históricamente por potencias como Francia (políticas de asimilación: agencia “civilizatoria”) e Inglaterra (políticas de segregaciónapartheid y “limpieza étnica”), habría que observar que los colonizadores sionistas tomaron más bien la posta de la dominación colonial inglesa, pues pusieron en obra el apartheid, la “limpieza étnica” y la expulsión (“transferencia”) de población árabe local –los “indígenas”.

  1. Imaginación y violencia: racismo y terrorismo.

Analíticamente, la tecnología del terror colonial de raigambre europea implica una dualidad estructural que se articula como una lógica jerárquico-clasificatoria: estado de excepción (autoridad, lógica jerarquizante) y partición amigo/enemigo (proyección de identidades antagónicas, lógica clasificatoria). El “autoritarismo” excepcionalista –decisión de y desde el estado de excepción– se expresa en el ejercicio del poder de matar, independientemente de cualquier legalidad. La partición amigo/enemigo se expresa en la proyección de un enemigo “ficcionalizado”, en virtud de un imaginario civilizacional-biológico (racismo) y de un imaginario político-securitario (terrorismo). De acuerdo a la lógica dúplice que caracteriza a la tecnología necropolítica –la antes señalada de autoritarismo excepcionalista y partición amigo/enemigo–, también podríamos formular su tecnología en los términos de una política excepcional/inmunitaria que ejerce el derecho soberano de matar –donde el poder da el derecho y el derecho da el poder–, y lo ejerce sobre la base de la discriminación entre los que deben vivir y los que deben morir.

Por una parte, tenemos el imaginario civilizacional-biológico –el imaginario del racismo– que opera una “ruptura entre unos y otros”, ruptura que implica no sólo distinción identitaria (razas diferentes), sino también jerarquía y antagonismo (suprematismo belicoso de una raza por sobre otras). Según Mbembe, el racismo es “el corazón de la lógica de la biopolítica”, pero se trata de su corazón necropolítico, pues la política de la raza es una política de muerte y dominación –que se esconde como política espectral tras la moderna cuestión de las clases sociales (el clasismo implica racismo).[4] El racismo, en el eje gubernamental biopolítico, rinde como dominación económica, abandono y dejar morir. En el eje soberano necropolítico, el racismo es “condición de aceptabilidad de la matanza”[5] en orden al sometimiento o aniquilación de los vivientes considerados otros.[6] Una interesantísima reflexión sobre el cruce entre las políticas de la identidad y la lógica amigo/enemigo es la que Ella Habiba Shohat[7] nos presenta en su breve escrito «Reflexiones de una árabe judía», del que aquí traduzco unos pasajes y cito en extenso. En rigor se trata de una reflexión sobre la construcción de la noción de “judaísmo” sobre la base de la oposición identitaria entre árabes y judíos, que implica a su vez la relegación de los árabes-judíos (sefarditas) a un limbo:

Yo soy una árabe judía. O, más específicamente, una mujer iraquí-israelí viviendo, escribiendo y enseñando en los Estados Unidos. (…). A mi abuela, que todavía vive en Israel y se comunica principalmente en árabe, tuvieron que enseñarle a hablar de “nosotros” como judíos y de “ellos” como árabes. Para los habitantes de Medio Oriente la distinción en juego había sido siempre entre “musulmanes”, “judíos” y “cristianos”, no la de árabes contra judíos. El supuesto era que el “arabismo” hacía referencia a una cultura compartida y un lenguaje común, aunque con diferencias religiosas. / Frente a los árabes judíos, los estadounidenses a menudo se sorprenden al descubrir las posibilidades existencialmente nauseabundas o encantadoramente exóticas de tal identidad sincrética. Recuerdo a un colega bien establecido que, a pesar de mis elaboradas lecciones sobre la historia de judíos-árabes, todavía tenía problemas para entender que yo no era una anomalía trágica –esto es, la hija de un árabe (palestino) y un israelí (judío europeo). (…). Nos enfrentamos así a una hegemonía que nos permite narrar una sola memoria judía, es decir, una memoria judío-europea. Para aquellos de nosotros que no escondemos nuestra medio-orientalidad bajo un “nosotros” judío, se vuelve más y más duro existir en un contexto norteamericano hostil a la noción misma de orientalidad. / Como una árabe-judía, a menudo me veo obligada a explicar los “misterios” de esta entidad oximorónica. Que hemos hablado árabe, no yiddish, y que durante milenios nuestra creatividad cultural, secular y religiosa, se había articulado en gran parte en árabe (…). La guerra, sin embargo, es amiga de los binarismos, dejando poco lugar a las identidades complejas. (…). Para nuestras familias, que han vivido en Mesopotamia al menos desde el exilio de Babilonia, que han sido así arabizadas durante milenios, y que fueron abruptamente desalojadas y empujadas a Israel hace 45 años, ser de repente obligados a asumir una identidad judía-europea homogénea, basada en las experiencias de Rusia, Polonia y Alemania, fue un verdadero ejercicio de auto-devastación. Ser un judío-europeo o un judío-americano apenas ha sido percibido como una contradicción, pero ser un judío-árabe se ha visto como una especie de paradoja lógica, incluso como una subversión ontológica. Este binarismo ha llevado a muchos judíos orientales (nuestro nombre en Israel, en referencia a nuestro origen en países asiáticos y africanos, es mizrahi) a una esquizofrenia profunda y visceral, ya que por primera vez en nuestra historia arabismo y judaísmo han sido impuestos como antónimos. / El discurso intelectual en Occidente pone de relieve la tradición judeo-cristiana, sin embargo, rara vez se reconoce la cultura judeo-musulmana de Medio Oriente, África del Norte, o la de la época previa a la expulsión de España (1492) y de las partes europeas del Imperio Otomano. La experiencia judía en el mundo musulmán ha sido a menudo descrita como una pesadilla interminable de opresión y humillación. A pesar de que de ninguna manera quiero idealizar esa experiencia –había tensiones ocasionales, discriminaciones, incluso violencia–, en general vivían muy cómodamente dentro de las sociedades musulmanas. (…). / El mismo proceso histórico que desposeyó a los palestinos de sus propiedades, tierras y derechos políticos nacionales estaba relacionado con la desposesión de los judíos de Medio Oriente y África del Norte de sus propiedades, tierras y arraigo en los países musulmanes. Como refugiados o inmigrantes en masa (dependiendo de la perspectiva política), nos vimos obligados a dejar todo atrás y renunciar a nuestros pasaportes iraquíes. El mismo proceso también tuvo como efecto nuestro desarraigo o posicionamiento ambiguo dentro del propio Israel, donde hemos sido sistemáticamente discriminados por las instituciones que despliegan consistentemente sus energías y recursos materiales en ventajoso beneficio de los judíos-europeos y en perjuicio de los judíos orientales. Incluso nuestras fisonomías nos traicionan, lo que lleva al colonialismo internalizado o al error de percepción física. Las mujeres orientales sefarditas a menudo se tiñen rubio su pelo oscuro, mientras que los hombres han sido más de alguna vez arrestados o golpeados al ser confundidos con los palestinos. Ser inmigrantes ashkenazíes de Rusia y Polonia era una aliya social (literalmente “ascenso”) y ser judíos orientales sefarditas era una yerida social (“descenso”). / Despojados de nuestra historia, nos hemos visto obligados por nuestra situación sin salida a reprimir nuestra nostalgia colectiva, al menos en la esfera pública. La extendida noción de “un pueblo” reunido en su antigua tierra-hogar [patria] desautoriza activamente cualquier memoria cariñosa de la vida anterior a la existencia del Estado de Israel. (…). / Los medios de comunicación occidentales prefieren el espectáculo de la marcha triunfal de la tecnología occidental antes que mostrar la supervivencia de los pueblos y culturas del Medio Oriente. El caso de los judíos-árabes es sólo el de una de muchas elisiones. Desde fuera hay poco sentido de la existencia de nuestra comunidad, y hay aún menos sentido de la diversidad de nuestras perspectivas políticas. Movimientos por la paz orientales-sefarditas, desde las Panteras Negras de los años 70 hasta los nuevos Keshet (una coalición “Arcoíris” de grupos de mizrahi en Israel), no sólo claman por una paz justa para israelíes y palestinos, sino también por la integración cultural, política y económica de Israel/Palestina en el Medio Oriente. Claman, en suma, por el fin de los binarismos de la guerra, y por el fin de una cartografía simplista de las identidades de Medio Oriente.[8]

Para ilustrar la actitud que está a la base de este binarismo racista-civilizacional de la guerra (el imaginario de lo que podríamos llamar la guerra humanista) basta citar un pasaje del ideólogo sionista David Ben Gurion –quien fuera primer ministro de Israel en los tiempos de la fundación de ese Estado–, pasaje en el que se refiere precisamente a los judíos-árabes:

(…) esos judíos de Marruecos no tenían educación. Sus costumbres eran las de los árabes (…), los judíos marroquíes tomaron muchas de ellas de los árabes marroquíes. No me gustaría tener aquí la cultura de Marruecos, no veo qué contribución tienen para hacer aquí los actuales judíos persas. (…). No queremos que los israelíes se transformen en árabes. Nos encontramos así en el deber de luchar contra el espíritu del Levante que corrompe a los individuos y a las sociedades, y de preservar los auténticos valores judíos tal como ellos cristalizaron en la Diáspora europea.[9]

Pero este imaginario racista se yuxtapone con otro imaginario moderno: el imaginario político-securitario –el imaginario del terrorismo. Se trata de una pulsión securitaria que se anuncia ya en el siglo XVI con Hobbes, pero que se acentúa hiperbólicamente desde la segunda mitad del siglo XX, y en virtud de la cual tenemos hoy una política que consiste en matar al enemigo bajo el pretexto de llevar adelante una “guerra contra el terrorismo” («los árabes son terroristas», «los musulmanes son terroristas», «la población de Gaza es terrorista», etc.), en nombre de la seguridad vital de la propia comunidad. Sobre la fusión entre guerra y política, escribe Mbembe que en ésta se juega:

(…) la percepción de la existencia del Otro como un atentado a mi propia vida, como una amenaza mortal o un peligro absoluto cuya eliminación biofísica reforzaría mi potencia de vida y de seguridad.[10]

Y más adelante, respecto de la definición de lo político como una “relación guerrera” entre los hombres:

La idea de que la racionalidad propia de la vida pase necesariamente por la muerte del Otro, o que la soberanía consista en la voluntad y capacidad de matar para vivir.[11]

III. Tecnologías de la dominación israelí en Palestina.

La ocupación de Palestina por el Estado de Israel es, según Mbembe, un ejemplo de ocupación colonial contemporánea, de corte neocolonial-estatal, donde se puede observar la complexión de una serie de estratos de tecnología político-gubernamental: poder disciplinario, poder biopolítico y poder necropolítico high tech.

En primer término, Mbembe apunta específicamente al sello teológico-político de la soberanía colonial ejercida por el Estado sionista de Israel. Se trata de un ejercicio de autoritarismo soberano sobre la base de “su propio relato de la historia y la identidad”, esto es, sobre la base de su propio mito: el Estado de Israel se autointerpreta como portador de un derecho divino a la existencia en ese territorio en que hay “otros”. Esto implica, por una parte, que su cualidad de “pueblo” se funda en la veneración de una deidad mítica: el argumento religioso es que la Biblia les otorga “título de propiedad”, dado que el texto sagrado consigna a los territorios palestinos como tierra de sus antepasados (Eretz Israel o Sión), una tierra de la cual habrían sido antiguamente expulsados –aunque quedaron algunas comunidades judías en la región, en Jerusalén, Tiberiades, Safed, etc. De tal modo que el relato bíblico y una minoritaria presencia judía en la región les daría el derecho para regresar y ocupar ese territorio –derecho que en clave racista los sionistas formulan bajo el lema “un pueblo sin tierra para una tierra sin pueblo”, negando la existencia de los habitantes palestinos, aunque desde sus primeras incursiones en el territorio de la mano de los colonizadores británicos en Palestina se hayan encontrado con cientos de pueblos y ciudades y miles de hectáreas cultivadas. No había, por consiguiente, manera de fundar allí un Estado colonizador sin entrar en colisión con los habitantes locales. Pero la convivencia tampoco era opción pues, a partir de su configuración religiosa –y de su identidad nacional eurocéntrica, como ya vimos– su cualidad de “pueblo judío” se concibió civilizacional y racistamente como identidad contra el otro: contra otros dioses, contra otra civilización, contra otras razas. Mbembe:

En consecuencia, la violencia colonial y la ocupación se apoyan en el terror sagrado de la verdad y la exclusividad (expulsiones, instalación de personas “sin Estado” en campos de refugiados, establecimientos de nuevas colonias).[12]

Y sobre la particularidad de la “cuestión” palestina en cuanto a las tecnologías del poder colonial que allí se juegan, Mbembe sostiene que la ocupación de Palestina por el Estado de Israel muestra una yuxtaposición entre elementos de poder disciplinario, poder biopolítico y poder necropolítico:

La ocupación colonial tardía difiere en muchos aspectos de la de la era moderna, particularmente en lo relativo a la combinación entre lo disciplinario, la biopolítica y la necropolítica. La forma más redonda del necropoder es la ocupación colonial de Palestina.[13]

En primer lugar, el poder disciplinario se juega en la permanente militarización de la vida cotidiana (estado de sitio), situación en virtud de la cual se pone en juego la autoridad como verticalización de las relaciones de poder –es decir, éstas devienen estado de dominación.

En segundo término, el poder biopolítico se juega en una serie de tácticas que rinden como administración de la vida de la población palestina y un correlativo dejar morir para potenciar la propia forma de vida israelí en el territorio: segregación (apartheid), aislamiento de poblaciones mediante la fragmentación e incomunicación de los espacios, control policial cotidiano (checkpoints), asedio económico (el “bloqueo”) y “guerra de infraestructuras”.[14]

Con el ejercicio del disciplinamiento y la biopolítica se trata, más allá del mero sometimiento, de hacer a los palestinos la vida cotidianamente insoportable y económicamente inviable:

Vivir bajo la ocupación contemporánea es experimentar de forma permanente la “vida en el dolor”: estructuras fortificadas, puestos militares, barreras incesantes; edificios ligados a recuerdos de humillación, interrogatorios, palizas, toques de queda que mantienen prisioneros a centenares de miles de personas en alojamientos exiguos desde el crepúsculo al alba; soldados patrullando las calles oscuras, asustados por su propia sombra; niños cegados por balas de caucho; padres humillados y apaleados delante de su familia; soldados orinando en las barreras, disparando sobre las cisternas para distraerse; cantando eslóganes agresivos, golpeando las frágiles puertas de hojalata para asustar a los niños, confiscando papeles, arrojando basura en la mitad de una residencia vecina; guardias fronterizos que dan vuelta una cosecha de legumbres o cierran las fronteras sin razón; huesos rotos; tiroteos, accidentes mortales… Una cierta forma de locura.[15]

En tercer término, el poder necropolítico se juega en una serie de tácticas que rinden como “limpieza étnica”,[16] es decir, como un hacer morir (exterminio) para potenciar la propia forma de vida israelí en el territorio: ejecuciones y matanzas (a los comandantes israelíes locales se les otorga libertad de matar a quien les parezca, donde y cuando les parezca), además de periódicos bombardeos de horroroso tonelaje explosivo para lograr aniquilaciones masivas.

Achille Mbembe acuña el concepto de necropolítica para definir la moderna producción de mundo como obra de muerte, en virtud del funcionamiento del núcleo mortífero de la estructura biopolítica del poder occidental sobre la base del imaginario racista de corte colonial y su violencia extrema. En su ensayo «Necropolítica», publicado en Francia en 2006, Mbembe repara en la insuficiencia de la noción de “biopolítica” de Foucault para teorizar las formas de dominación contemporáneas por medio de un poder de muerte que despliega una violencia sobregirada, violencia más extrema que la desplegada en la vida metropolitana y más cercana a aquella violencia que se desplegaba sobre la vida de los habitantes de los sistemas coloniales.[17] Mbembe destaca que las formas de dominación que él denomina necropolíticas pasan más por la violencia excepcional de corte colonial que por la sofisticación de los dispositivos gubernamentales gestados en el Occidente metropolitano. Para ilustrar el punto de esta distinción digamos, por ejemplo, que los ingleses no gobernaban Londres del mismo modo que gobernaban las colonias –y la necropolítica tiene su matriz precisamente en las tecnologías de dominación colonial. En efecto, en uno de sus artículos, Mbembe describe las formas coloniales de ejercicio de soberanía como:

(…) menos preocupadas por legitimar su propia presencia y practicando una forma de violencia más excesiva que las formas de soberanía europeas. (…). Los Estados europeos nunca tuvieron como objetivo gobernar los territorios coloniales con la misma uniformidad y la misma intensidad que se aplicaba a sus propias poblaciones.[18]

Y de vuelta en su ensayo «Necropolítica», Mbembe observa que:

(…) en el pensamiento filosófico moderno, tanto como en la práctica y en el imaginario político europeo, la colonia representa el lugar en el que la soberanía consiste fundamentalmente en el ejercicio de un poder al margen de la ley (ab legibus solutus) y donde la “paz” suele tener el rostro de una “guerra sin fin”.[19]

En la dimensión necropolítica del ejercicio del poder soberano, guerra y política se identifican desde la matriz colonial del poder –“humanista”, civilizacional y racista–, matriz que ensambla racionalmente el ejercicio excepcionalista del poder mortífero con la gubernamentalidad como producción de mundo de la vida. Las prácticas coloniales del Estado de Israel en Palestina, como ejercicio necropolítico de la soberanía, desnudan el núcleo arcaico, tortuoso y mortífero, de la gubernamentalidad biopolítica contemporánea, precisamente allí en las fronteras civilizacionales que fungen como las ficciones necesarias para la autoafirmación de la ontoteología occidental –de la que Israel es, tras la Segunda Guerra Mundial, la punta de lanza en la región de Al Mashrek.

  1. La frase “todos somos palestinos”.

Una de las condiciones de posibilidad básicas de toda la violencia high tech desplegada por el sueño político del gobierno sionista de Israel pasa por la puesta en obra de un humanismo que cesura la vida entre animalidad y humanidad, o entre humanos-civilizados y animales-bárbaros. A partir de allí el sionismo israelí justifica la puesta en juego de una serie de tecnologías de poder: en primer lugar, una tecnología disciplinaria, que rinde como verticalización cotidiana de las relaciones de poder, tornándolas estados de dominación en virtud de una excepcionalidad hecha regla; luego, una tecnología biopolítica que, prescindiendo de las políticas de asimilación “civilizatoria”, lo que hace es meramente administrar a las “poblaciones palestinas” en condiciones de apartheid, bloqueo económico y reducción fragmentaria de sus espacios vitales, de tal modo que la vida de los palestinos tiende a hacerse algo cotidianamente insoportable, políticamente acallado y económicamente inviable; y por último, en el paroxismo, una tecnología necropolítica, que se desnuda como “política de muerte” en el sentido de una limpieza étnica, que pasa para el palestino por la alternativa del desplazamiento forzado o, de quedarse y resistir, la de la exposición al exterminio –como “objetivo militar legítimo”, es decir, como terrorista. Como ha observado Rodrigo Karmy,[20] la prensa occidental que hace eco de ello lo declara –por repetición obtusa y/o por abierta complicidad– reproduciendo un sintomático contraste: por un lado “los palestinos mueren” (es decir, como animales), y, por otro lado, “los israelíes son asesinados” (es decir, como humanos). La escena montada es la de los palestinos como masa viviente en el seno del reino animal,[21] y, circundándolos, la violencia civilizatoria que, in situ, los condena a la captura en un campo de concentración a cielo abierto, o los redime con la muerte. Los palestinos, animales o bárbaros desde la perspectiva humanista-civilizacional de Occidente, constituyen una vida sin ley (excepcionalidad, vida abandonada) y una vida sin lenguaje (vida incivilizada, fuera del léxico de la civilización occidental). Lo que se desnuda hoy en Gaza es, así, el corazón negro de la hacienda occidental.

De forma latente o manifiesta, la necropolítica es el corazón, más o menos expuesto, de la biopolítica occidental. La necropolítica –siguiendo al pensador camerunés Achille Mbembe–, es la dimensión negativa del poder soberano occidental. Pero Mbembe acuña el concepto para destacar, más allá del ejercicio estatal del derecho a matar en la metrópoli occidental, un ejercicio de violencia racista sobregirada de corte neocolonial. La necropolítica es la dimensión mortífera de la política, porque en ella “la muerte opera” como el resorte fundamental de la política. El ejercicio de la soberanía política pone en obra el mundo de la vida como “obra de muerte” (work of death), sobre la base de lo cual se define la “apropiación originaria del espacio” –en el sentido apuntado por el jurista alemán Carl Schmitt: un espacio tomado, ordenado y explotado por “alguien” que se constituye como “alguien” (es decir, como sujeto soberano individual y/o grupal) en tal puesta en obra, es decir: desde la decisión de la división amigo/enemigo –que implica identificación y jerarquización–, apropiar el espacio, distribuirlo y administrarlo, y poner en obra en él en un determinado régimen de producción, todo ello sobre la base de la lógica sacrificial.

El eco de la necropolítica y del racismo de Estado israelí recorre así el mundo, no a través de la mera facticidad mediática, sino como la lógica que abre la posibilidad horrorosa que se cierne virtualmente sobre todos nosotros, desde el momento en que eventualmente quedemos en la mira como vida que se escapa del dispositivo económico-político que macro-espacializa imperialmente el mundo de la vida, o como vida residual de acuerdo al imaginario imperial que proyecta la otredad sacrificable de los “indios” –esto es, negros, árabes, indígenas, sudacas, etc. Para decirlo con toda la violencia de la razón colonial: vida de mierda que puede ser impunemente hecha mierda. Tal como ha ocurrido durante largos siglos por estos lares con los mapuche, reducidos a la condición de “población residual” por la lógica del racismo de Estado chileno, o como ocurrió en Chile desde 1973 con la vida que, como potencia común, se escapaba de los dispositivos soberano-gubernamentales. La hacienda y su corazón negro: aquí “hacienda” quiere decir puesta en obra, y “corazón negro” quiere decir política de muerte. Israel nos cubre hoy a todos los vivientes con la sombra de la sacrificialidad necropolítica, y es por ello que hoy todos somos palestinos.

 

Santiago de Chile, julio de 2014.

PERFIL DEL COLABORADOR.

Gonzalo Díaz Letelier (Chile, 1976). Filósofo, académico del Departamento de Filosofía de la Universidad de Santiago y profesor del Programa de Bachillerato de la Universidad de Chile. Profesor invitado en el programa de Doctorado en Ciencias Sociales de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile, además es integrante del Grupo de Filosofía del Centro de Estudios Árabes de la Universidad de Chile. En el cruce entre los estudios coloniales y las perspectivas biopolíticas, sus principales líneas de investigación se concentran en la deconstrucción fenomenógico-hermenéutica de la constitución metafísica del proyecto humanista/civilizatorio occidental y en la cuestión filosófico-política del vínculo entre metafísica, poder y violencia.

[1] Gonzalo Díaz Letelier es académico del Departamento de Filosofía de la Universidad de Santiago y del Programa de Bachillerato de la Universidad de Chile, integrante del Grupo de Filosofía del Centro de Estudios Árabes de la Universidad de Chile.

[2] Rodrigo Karmy, «La potencia de la Intifada. Prolegómenos para una genealogía de la razón civilizatoria», en Revista Archivos, nº 6-7 (2011-2012), Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación (Santiago, Chile), pp. 147-188. Ver también León Rozitchner, «‘Plomo fundido’ sobre la conciencia judía«, artículo publicado en el periódico digital Página 12 (Buenos Aires, 4 de enero de 2009).

[3] Achille Mbembe, «Necropolítica / Sobre el gobierno privado indirecto», traducción del francés al español por Elisabeth Falomir, Editorial Melusina, Santa Cruz de Tenerife, 12011, pp. 40-41.

[4] Mbembe, opus cit., pp. 21-22.

[5] Cfr. Michel Foucault, «Defender la sociedad. Curso en el Collège de France, 1975-1976», traducción del francés al español por Horacio Pons, Editorial F.C.E., México, 12000, p. 230 y ss.

[6] En este sentido, siguiendo a Foucault y Agamben, Mbembe sostiene que el Estado Nazi representa un paroxismo del poder biopolítico-necropolítico occidental, siendo un extremo paradigmático tanto de la biopolítica (cultivo, protección y gestión de la vida en un determinado sentido) como del núcleo necropolítico (ejercicio industrial del derecho de matar, inmunitariamente) de la misma biopolítica.

[7] Ella Habiba Shohat es profesora de estudios culturales en la Universidad de Nueva York.

[8] Ella Habiba Shohat, «Reflections by an Arab Jew», en sitio electrónico Bint Jbeil, El Líbano, 2003, disponible en:  http://www.bintjbeil.com/E/occupation/arab_jew.html

[9] David Ben Gurion, citado en Joseph Massad, «The persistence of the Palestinian question. Essays on Zionism and the Palestinians», Routledge Publishers, New York, 12006, p. 61.

[10] Mbembe, opus cit., p. 24.

[11] Ibíd., p. 25.

[12] Ibíd., p. 47.

[13] Ibíd., p. 46.

[14] Mbembe: “Un sabotaje orquestado y sistemático de la red de infraestructura social y urbana del enemigo logra la apropiación de la tierra, del agua y de los recursos del espacio aéreo. Los elementos determinantes en estas técnicas para dejar fuera de combate al enemigo son: utilizar el bulldozer, destruir casas y ciudades, arrancar los olivos, acribillar las cisternas a tiros, bombardear e interferir en las comunicaciones electrónicas, destrozar las carreteras, destruir los transformadores eléctricos, asolar las pistas de aeropuertos, dejar inutilizables las emisoras de televisión y radio, destruir los ordenadores, saquear los símbolos culturales y político-burocráticos del proto-Estado palestino, saquear el equipo médico. En otras palabras, llevar a cabo una guerra de infraestructuras” (Mbembe, opus cit., pp. 51-52).

[15] Ibíd., pp. 72-73.

[16] Cfr. Ilan Pappé, «La limpieza étnica de Palestina», traducción del inglés al español por Luis Noriega, Editorial Crítica, Barcelona, 12008; Kamal Cumsille, «Palestina: las cosas en su lugar y por su nombre», en revista electrónica Hoja de Ruta, nº 45 (Julio de 2014).

[17] Mbembe, opus cit., pp. 74-75.

[18] Mbembe, «Sovereignty as a form of expenditure», en Hansen & Stepputat (dirs.), «Sovereign bodies: citizens, migrants and States in the postcolonial world», Princeton University Press, Princeton, 12002, pp. 148-168.

[19] Mbembe, «Necropolítica / Sobre el gobierno privado indirecto», p. 37.

[20] Rodrigo Karmy, «Los palestinos mueren», artículo publicado en el periódico digital El Clarín (Santiago de Chile, 25 de Julio de 2014).

[21] Mauricio Amar, «El cuerpo palestino. Sobre la modernidad y el boicot a Israel», artículo publicado en el periódico digital El Desconcierto (Santiago de Chile, 10 de Julio de 2014).

 

Fuente: https://contemporaneafilosofia.blogspot.com/2023/11/gonzalo-diaz-letelier-racismo-y.html

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